“Es su tiempo, no el mío. Esto es como las citas con los psicólogos”, sentenció levantando la ceja derecha, como si en sus manos tuviese el remedio para controlar la ansiedad de aquel grupo de bachilleres. Ya no tiene el cabello largo, ese con el que aún aparece en la foto que antecede su crédito en los artículos que redacta para El Nacional. Se presentó como Milagros Socorro, sin melena, con la cara impecable y los labios perfectamente delineados de color granate. Obsesionada con el tiempo, así se mostró. Esperó unos minutos más y advirtió —con razón— que dos horas serían poco para todo lo que tenía que decir.
En imperativo solicitó que la trataran de “tú”, al tiempo que se estiraba con ambas manos la blusa blanca que llevaba puesta. Un atuendo definido, por ella misma, como la ropa perfecta para hacer crónicas. Sus interlocutores se lo hubiesen creído por la aparente comodidad de sus jeans y sobre todo por la de sus zapatos deportivos, esos con ojales de color fucsia, que le daban cierta gracia y sellaban su espontaneidad. Le hubiesen creído, de no haber sido por esos zarcillos. Dorados, largos y brillantes, con los que no pasaría desapercibida ni en el metro ni en el centro de Caracas. Pero tuvieron que creerle porque aquellos pendientes respondían más bien a su disimulada coquetería. Y es que no estaba en la calle sino en la Universidad Católica Andrés Bello, delante de un grupo de “periodistas en formación”, como le gusta llamar a quienes estudian la profesión que ella ha ejercido durante 30 años, como un servicio público.
Con un discurso marcado por su carácter explosivo y sus toques de humor negro, comenzó a hablar. Recordó que su pasión por la escritura se la debe a los cuentos de invierno de las hermanas Brontë. Poco importaba a Milagros Socorro, la hija de un hacendado de la Sierra de Perijá, que mientras los leía estuviese a más de 38° grados centígrados. Poco importaba si la televisión, por la que moría su padre, se veía bien o mal, ella siempre se refugiaba escribiendo gélidas aventuras.
Pidió silencio ante el escándalo que, puertas afuera, hacía otro grupo de muchachos. Continuó conversando sobre su imaginación y creatividad, esa que le ha permitido escribir “Homenaje a Renato”, “Postal de La Habana” o la crónica redonda de "La venus de El Cafetal". Evidenció cómo su pluma zurda y su lengua intrépida le han ayudado a mezclar experiencias de vida con el ejercicio periodístico. Admitió ser de aquellas que preguntan absolutamente todo porque está convencida de que las caras de la ignorancia son como las del hombre malo: no se pueden ocultar. “El mundo puede gaguear, pero nosotros no”, dijo con ese acento foráneo mientras señalaba a los bachilleres y volvía a preguntar la hora.
Con la simpatía guardada en el bolsillo pidió silencio otra vez, jurando que saldría a insultar, sin ningún remordimiento, a las personas que fuera del aula no le dejaban continuar. La multidisciplinaria profesora, colaboradora, redactora de revistas y prensa, locutora en radio y moderadora en televisión, prosiguió el discurso asegurando que no existen espacios chiquitos dentro de los medios de comunicación. “Tengo mucha vocación y se me renueva porque me he ido haciendo una carrera a mi medida”. Como si se tratara de un cuerpo ungido por el Espíritu Santo, explicó en sencillas palabras qué es la crónica: “Son detalles. Es responder lo que nadie se pregunta, porque el reportero no sale a la calle a responder obviedades”.
Ya sabía ella que el tiempo el jugaría una mala pasada y con fluidez recogió su discurso. “Nunca he hecho nada de lo que deba arrepentirme”, dijo con firmeza esta mujer que no comulga con el reggaetón, prefiere el beisbol y está segura de que el periodista debe aproximarse lo más que pueda a la gente porque sería un atrevimiento asegurar que conoce todos sus padecimientos